martes, 24 de marzo de 2009

SIN ALIENTO

Todavía faltaba mucho para completar la escalada de la ladera empinada que nos sacaría del pueblo y nos pondría en el camino al Santuario de las mariposas Monarca, cuando sentí que me faltaba el aliento y la fuerza de las piernas se estaba agotando.

Había aceptado el reto de seguir esa ruta más difícil por amor propio, sin tener un entrenamiento previo, dada mi vida sedentaria. Se trataba de subir por la escarpada cuesta y dejar de lado el largo y sinuoso, pero más asequible camino. En ese momento no había opción de regreso, así que me senté en una piedra para recobrar energías y seguir adelante. Desde ahí se veía la mayoría de las casas de la población que se apiñaban, al parecer, en desorden en la hondonada que partía la montaña en dos.

Angangueo, un viejo pueblo minero, desahuciado por la pobreza de las vetas yacía polvoriento y adormilado. Allá abajo se perfilaba la cúpula de la parroquia, redonda y prominente, que me hacia pensar en el ombligo de la barranca, precisamente al centro. Junto, se alzaban las afiladas torres góticas de la capilla de la Inmaculada, que había sido propiedad privada de los primeros dueños de las minas y habían cedido al pueblo cuando vendieron a una compañía extranjera.


Las dos laderas cubiertas de techos de tejas en una maraña que no permite ver caminos, ni calles que comunicaran entre ellas. El río se escurría contaminado al fondo de la hendidura de la montaña y a ambos lados custodiado por las estrechas carreteras que como dos filos de plata guiaban la entrada y la salida de los turistas que traían un poco de animación al poblado.

Quedaban reliquias de otros tiempos: la estación del ferrocarril desmantelada, Habían desmontado las vías y recogido los rieles, sólo quedaban los sombríos callejones entre los árboles. En las afueras del pueblo donde el terreno se ampliaba hacia el valle, los desperdicios de las minas habían formado niveles sistemáticamente depositados que hacían parecer escalinatas de ruinas de pirámides que nunca existieron.

El aire quieto me acarició las mejillas encendidas por el esfuerzo y reemprendimos la marcha hacia lo alto donde se alzaba la estatua delirante del minero desconocido que alzaba la mano como invitando al trabajo, a la lucha. Por fin llegamos, a la cumbre y el paisaje se abría a lo lejos con toda una gama de azules, los árboles de los montes vecinos llenaban de vida con los distintos follajes y a la distancia se adivinaban otras poblaciones. El aire puro y transparente de la cumbre me inundó los pulmones y me animó a seguir adelante. Habíamos llegado al camino a penas, que conducía al Santuario y habría que recorrer unos tres kilómetros más. De pronto al torcer de una curva apareció un camión de redilas que hacía el servicio al lugar de las mariposas. Sin pensarlo mucho abordamos el vehículo. Me dejé levantar, por los brazos, como un muñeco de trapo. Entonces el cansancio me venció totalmente.


Se abría delante de nosotros un valle muy amplio, del que habían levantado la cosecha de maíz, al fondo del cual los altos árboles oscurecían el horizonte. Dejamos el transporte y a pie nos acercamos al bosque que resguardaba el santuario. Grandes letreros pedían que se acercara uno en silencio para no perturbar el sueño de las bellas durmientes.

De nuevo perdí el aliento pero de sorpresa, de admiración; entrábamos en un mágico palacio de cuyas columnas: los gruesos troncos de los pinos, oyameles y robles, pendían largos y coloridos velos formados por miles y miles de mariposas que se sostenían unas prendidas de las otras. Como ya era más de mediodía el sol caía a plomo sobre el bosque y se colaba por los escasos claros e iluminaba otros cientos de mariposas que revoloteaban acompasadamente y nos hacían imaginar danzas rituales. No podíamos permanecer por mucho tiempo, extasiados contemplando este espectáculo de ensueño porque había decenas de visitantes que hacían fila en las afueras del mágico palacio, esperando para entrar.

Estaba estrictamente prohibido tocar las mariposas, aunque estuvieran muertas para preservarlas del tráfico ilícito por parte de los lugareños. Yo, impresionado por el maravilloso espectáculo que había admirado, me arriesgué a ser amonestado y disimuladamente recogí el cuerpo de una mariposa para conservar como amuleto, el encanto de esta experiencia.




Javier Martínez Rivera
18 de marzo 2008

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