jueves, 20 de diciembre de 2012

Series, la mejor narrativa contemporanea, ¿será?

La semana pasada, en el taller de Ensayo que llevo los viernes, leímos a Guillermo Espinosa Estrada, me quedó la duda de quien es autor y buscando información sobre el y su obra encontré este ensayo que me pareció excelente, me identfico con su visión aunque no se cual sea mi "Vaticano para pretender ser Papa", si me llego a sentir uno mas en la barra



Sitcom: instantáneas para una familia feliz
Guillermo Espinosa Estrada | Número 06 | 18 de julio de 2011
a Ana, Natalia y Oriana,
con quienes viví una temporada

    La escena la hemos visto miles de veces.
Departamento.
Media tarde.
 De súbito, la puerta principal se abre para dejar entrar a una pareja de jóvenes ataviados con laUn sol otoñal entra por las ventanas de un loft decorado con muebles Ikea. Sofá color marfil, estantes repletos de libros, una cocina moderna completamente equipada, tal vez un piano. Mobiliario cuya neutralidad crea una atmósfera que sólo puedo calificar de utópica: lugar ideal o inexistente, pero al que siempre aspiramos. La panorámica sobre la gran urbe inmóvil es tan esplendorosa como envidiable y todo dentro de ese escenario resulta demasiado armónico. El orden que impera, incluso en el fingido desarreglo de la mesa de centro, inspira certidumbre, estabilidad, así como un espíritu de ocio y abundancia económica. 
No sabemos quién vive ahí pero podríamos ser nosotros, esa casa podría también ser nuestra misma uniformidad del apartamento. Actúan con fingida indignación, se reclaman, manotean, algo está ocurriendo entre ellos. No sabemos de qué se trata pero poco importa el motivo de la riña, lo importante es la riña en sí, la disonancia que se obtiene al contraponer lo ideal del escenario y los personajes con su absurda desavenencia. Es a partir de esta incongruencia básica que reaccionamos con la primera sonrisa, ya que nada, en ese paraíso, puede ser tan grave.
Crecí entre sitcoms y telenovelas. En pocas disciplinas puedo explayarme con tanta naturalidad como en la programación televisiva de los ochenta –aún recuerdo la barra vespertina de Imevisión y creo que mi vida sería más sencilla de no haber experimentado el magisterio de Ernesto Alonso–. Pero en casa teníamos también el privilegio de la antena parabólica. Horrenda, invasiva, con un dejo futurista del pasado, la parabólica no sólo era un ostentoso signo de estatus, era también un umbral para acceder a otra dimensión, a un mundo mejor allende nuestras fronteras. Para el niño que era, ese mundo estaba representado –antes que por la Estatua de la Libertad o el castillo de Disneylandia– por una extensa barra color maple de un bar en Boston, Massachusetts. Por cuestiones cronológicas pertenezco a la generación Friends (1994-2004), mis años de formación corrieron parejos a las peripecias de aquellos personajes con quienes, creo, comparto muchas aspiraciones, si bien no los mismos problemas. Pero, por una cierta precocidad que me domina, no me siento parte de ella. Ni siquiera de su antecedente, la generación Seinfeld (1989-1998), a la que muchos amigos míos quisieran adscribirse, aun sin derecho. En lo personal quisiera formar parte, aunque todos sus valores me sean distantes, de la generación Cheers (1982-1993).
Ahora mismo un historiador debe estar redactando en su cubículo The Rise and Fall of the American Family (1950-2000), basándose sólo en sitcoms. En medio siglo la curva es continua y descendente, así como la temática obsesiva. El concepto “familia” atraviesa la evolución del género para ser retratado, parodiado, diseccionado, una y otra vez, varias veces al día. Cual mural de Pompeya, la sitcom funciona como fresco de una cotidianidad inmóvil. Ahí están, frente a nosotros, las frustraciones y espiraciones del núcleo social básico, en una mimesis que dista mucho de ser ingenua. Al nacer con la urgencia ideológica de la Guerra Fría, la sitcom realizó, en un principio, propaganda de los valores y virtudes estadounidenses. La familia y el rol social que debían ocupar la mujer hogareña, el hombre trabajador y los muchachos rebeldes, ilustró –junto con la dosis decembrina de It’s a Wonderful Life– los ejes del American Dream: el suburbio como paraíso capitalista, el gadget como ética del consumidor, el multiculturalismo como proyecto de un melting pot tan lento como eficaz.
Tras la caída del Muro el modelo se gastó y fue necesario recurrir a su parodia. La familia disfuncional o electiva –con un marido que cambia de sexo, la madre adúltera e hijos con obesidad– conforma un sistema de sublimación comunitaria, un pharmakos que busca mantener un status quo ya insostenible. Pero después de todos estos años el subtexto no ha dejado de ser el mismo: la familia de clase media, la familia típica, tradicional, aunque ahora el acercamiento se haga en negativo, en sus posibles desviaciones. Por eso todas las tardes la familia Simpson se apresura a ocupar su sillón y ver The Simpsons. Es a través del show que se cumplen y manifiestan las corrupciones privadas que, de no ser contenidas mediáticamente, destruirían el tejido social.
Imagino a un Quijote contemporáneo que va por la vida esperando que todos a su alrededor se comporten como personajes de sitcom.
Después de una solitaria y prolongada convalecencia, en la sala de un hospital donde sólo funciona el canal Warner, nuestro personaje y un Sancho amigo –joven afanador con aspiraciones a enfermero– intiman en una desangelada Noche Buena. En la madrugada, después de un patético abrazo y el “Feliz Navidad” de rigor, el primero convence al segundo de lo provechoso de su empresa: “Salgamos a recorrer el mundo –le dice– en busca de una familia que se encuentre con nosotros en estos días. Sólo de esa manera podremos tener una vida realmente feliz”. Si bien el escenario natural sería Nueva York, San Francisco o cualquier otra urbe cosmopolita, todo resultaría más hilarante en Ciudad de México u otra capital del Tercer Mundo. Sí, eso es, nuestro personaje y su fiel escudero se propondrán arribar del D. F. a la Gran Manzana haciendo auto-stop, en un intento por conocer a los personajes de sus sitcoms favoritas o para conformar con sus vidas una de ellas. Camioneros, campesinos, recepcionistas de baratos moteles, polleros, traficantes, policías federales y agentes de la migra serían los individuos que con su desencarnado realismo se nieguen, al menos en un primer momento, a responder a la amistosa prédica de nuestros personajes que sólo desean formar parte de una familia. ¿Llegarán algún día a Nueva York? Tal vez sólo para observar desde el parque la caída de sus ilusiones junto con el World Trade Center.
Yo también hice mi peregrinaje.
Destino: el 84 de Beacon St., en Boston, Massachusetts, al lugar where everybody knows your name.
Llegué en el verano del 2002, con veintitrés años de edad y unas aspiraciones que no cabían en la maleta. Becado, proveniente de París y enamorado de una mujer excepcional, el mundo parecía estar rendido a mis pies y poco esfuerzo me había costado lograr semejante victoria. El calor era sofocante, la gente un poco hostil, pero tanto ellos como los elementos, pensaba, terminarían doblegándose ante lo inabarcable de mi talento. Nos establecimos en Back Bay, el barrio más lindo de la ciudad, en un one bedroom con mala cañería y ratones, en uno de esos típicos edificios de Nueva Inglaterra. El Prudential Building con el John Hancock a su costado –los dos rascacielos que dominan el paisaje– eran la postal con la que me despertaba todas las mañanas, después de que Mofeta y Capuchino se metían olisqueando debajo de las sábanas, obligándonos a salir.
Recuerdo vivamente mi primer cóctel. Una reunión organizada para estudiantes nuevos y perfil sobresaliente que se desarrolló en una especie de castillo victoriano, tal como aparecen en películas del tipo Dead Poets Society. Todavía no conocía a nadie en la ciudad, mucho menos en la tertulia, y mi inglés se tropezaba con una cantidad importante de galicismos. Por eso estuve apoyado en lo que parecía una gárgola medieval buena parte de la velada, esperando una hora prudente para partir. Casi a punto de irme, un muchacho mayor que yo, pero todavía joven, se acercó amablemente hacia donde estaba y empezó a platicar conmigo. No le pregunté su nombre, pocas cosas recuerdo de nuestra conversación, pero soy justo al decir que ha sido una de las personas que más ha influido en mi vida. Sólo con verlo caminar, al ver la forma en que se diferenciaba del resto de la concurrencia, supe que yo haría cualquier cosa por no llegar a ser como él. Aunque envidié por un instante su soltura, la contundencia con la que decía sus palabras, su saber, me molestaba algo indefinible. Algo había en él de derrotado, de vencido, de gris, que me aterró. Aún así, antes de despedirse me dijo: “Felicidades, éste es el Vaticano para un intelectual. Si alguien tiene la intención de convertirse en papa tendrá que pasar por aquí”. Después se alejó. Salí entusiasmado con esta idea, con la sola posibilidad. Me fui a casa, a aquel departamento donde me esperaban mi familia, mis libros, y la esperanza de convertirme un día, si no en papa, al menos en cardenal.
Durante los años que viví en Boston fui postergando, incomprensiblemente, mi visita a Cheers, o Bull & Finch Pub, nombre original con el que todavía lo denominan algunos bostonianos. La caminata era de media hora desde mi casa. Cuestión de tomar hacia el Norte en Massachusetts Avenue, girar a la derecha en Boylston o Newbury St., llegar al parque y doblar a la izquierda en Arlington: justo en la esquina de Beacon y Brimmer. Ese trayecto lo recorrí cientos de veces, pero siempre había algo más importante que hacer, como ir al cine, u otro lugar al cual llegar, como un nuevo restaurante en North End o visitar a los amigos. Después se me olvidó. Con el tiempo me hice asiduo de mi propio neighborhood bar, donde aceptaban mascotas. Y si bien ahí no todos sabían mi nombre, sí lo sabía mi tocayo Billy, el cantinero, que sólo al vernos llegar ponía un par de Guinness sobre la barra y sacaba una oreja de cochino para los nenes.
Volviendo de una Navidad en México extraviaron mis maletas en el Aeropuerto Internacional Logan. Fue por los días en que me diagnosticaron laberintitis, padecimiento que nada tiene de borgesiano y sí mucho de infierno circular de Dante. Al menos en eso se había convertido mi Vaticano, tras claudicar a una posible ordenación intelectual. Llegó un anhelado marzo, pero el invierno se instaló, indefinidamente. Una tarde, mientras corría para dar clase, me resbalé con la nieve y caí. Nunca me había caído. Tiempo después, por descuido o por negligencia, en casa nos quedamos sin calefacción. Tuvimos que mudarnos. Ella se quedó con Mofeta. Yo con Capuchino. Tardé mucho en levantarme.
Un día, cuando él y yo vagábamos por rescoldos poco visitados del parque, vi el Bull & Finch. Ahora, como nunca antes, no había otra cosa más importante que hacer, ni otro lugar a donde ir, de alguna manera estaba enfrente de mi propia casa. Making your way in the world today takes everything you gotSalimos del parque por la puerta que da a Charles St. y tuve que cargarlo porque aún no era hora de volver y él no quería interrumpir su paseo dominical tan pronto. Taking a break form all your worries, sure would help a lotPero yo no estaba para negociaciones, así que con él entre mis brazos llegué corriendo a la acera de enfrente, experimentando una urgencia inédita por una visita que me había estado esperando más de un lustro. Wouldn’t you like to get away? Sometimes you want to go… Aseguré la correa de Capuchino en la barandilla de la famosa escalinata. Su mirada era de profundo desconcierto, de reproche incluso, y pronto dejó de mover la cola …where everybody knows your name. And they’re always glad you came. Me detuve un momento antes de descender. Tomé aire. Intenté regular mi respiración y me preparé para el ingreso a una vida plena. You wanna be where you can see our problems are all the sameYou wanna go where everybody knows your name. Bajé los escalones, empujé la puerta y entré.
Una nueva vertiente de la nostalgia se inauguró con el primer “repetido”. No era lo mismo asistir al cine y ver una vez más aquel clásico privado, que presenciar, por los caprichos de un programador azaroso, ese mismo capítulo que poco a poco se convertiría en nuestro favorito. En un momento dado la programación televisiva dejó de ser desechable para conformar una nueva educación sentimental. Un buen día en las reuniones con los amigos se comenzaron a enumerar episodios, chistes, anécdotas desitcom tal como si sus personajes fueran parte de nuestra vida, como si emergieran directamente de nuestro álbum familiar. La buena sitcom tiene el privilegio de construir personajes entrañables.
Mientras miro ahora los avejentados capítulos de Cheers me doy cuenta de cómo esas personas llegaron a influir en mi carácter. Tengo más cosas en común con ellos que con gente con la que crecí. Me reconozco en todos, cada uno tiene un pedazo mío: la ética del trabajo de Sam Malone, el esnobismo de Frasier Crane, la obsesión por las mentiras de Cliff Clavin, la ira y el malhumor de Carla Tortelli, el amor por la cerveza de Norman Peterson. Por si fuera poco, Diane Chambers y yo tuvimos el mismo trabajo en el mismo lugar –teaching assistant at Boston University– con dos décadas de diferencia. Padecí con verdadera angustia cuando Sam volvió a beber, tras terminar con Diane; pocas separaciones he vivido con tanta empatía como la de Frasier y Lilith. Tal vez tenga que dejar de ver televisión.
Jamás regresé al Bull & Finch, ni pienso hacerlo. Entré ahí buscando algo, a alguien, y me recibió una chica que vendía souvenirs. Ocupé un lugar en la barra, ordené una Guinness y un sándwich “Crane” y me acordé que Capuchino estaba afuera, solo en el frío. Con el pretexto de fumarme un cigarrillo salí, lo desanudé y emprendimos el camino de vuelta por esas calles que, tímidamente, encendían sus farolas bajo un cielo rojo. Tomé Commonwealth Avenue y en la caminata fui distinguiendo esquirlas de mi pasado con asombrosa nitidez. La foto que nos tomamos en aquella acera. La única vez que entramos en esa cafetería. El two bedroom que visitamos en ese edificio porque, eventualmente, la familia tenía que crecer. Ahí, los mejores huevos benedictinos de la ciudad. Justo enfrente el buffet de comida india que, a juzgar por la relación cantidad-precio, siempre privilegiamos. A la cuadra siguiente mi neighborhood bar, donde no me volverían a ver. Fenway Park y un poco más adelante el local de comida tailandesa donde tuvimos la primera y la última noche juntos en Boston, para concluir lo nuestro con una circunferencia perfecta. Esa ciudad, y no Cheers, era el lugar donde todos sabían mi nombre y por algún motivo eso resultaba intolerable. Ya con la certeza de que tenía que partir, llegué a la esquina de Commonwealth y Granby, doblé a la derecha rumbo al río, hasta Bay State Rd., y visité por última ocasión el castillo victoriano que me había dado la bienvenida años atrás. El que había estado ahí ya no era yo. Tal vez ese que había entrado nunca había salido. Salió su doble, un desconocido: salí yo. Pero era hora de volver y encontrarse con el pasado, por más doloroso que fuera. Todo seguía en su sitio. Las arañas alumbrado esplendorosas. Los vitrales con motivos religiosos. El mobiliario de una película de época. El piano. En un instante en que se disipó la concurrencia me vi al fondo, recargado en lo que parecía una gárgola, bebiendo solo pero secretamente entusiasmado. Tuve el valor de acercarme, sacarme a mí mi mismo de un recatado mutismo y decir: “Felicidades, éste es el Vaticano para un intelectual. Si alguien tiene la intención de convertirse en papa tendrá que pasar por aquí”. Exactamente esas palabras, esas mismas palabras, porque aunque yo había hecho las cosas mal, no podría haberlas hecho de ninguna otra manera.
En ocasiones en que la vida se empecina en ser más cruel de lo debido, uno recurre a la fantasía de la sitcom. Algo tenía Alonso Quijano para salir a desfacer entuertos. Un terrible dolor en el alma –que pudorosamente nos omite Cervantes– lo hizo dejar su hacienda, su sobrina y hacer como si fuera un caballero andante. Debió haber sido algo intolerable, tan tremendo que sólo fue superado por el miedo a morir sin confesión. A medio camino de la vida, atravesando por la más oscura de todas las selvas, nuestro Quijote empuña un teléfono público para hacer una llamada en medio de la noche. Es una imagen particularmente triste, la del hombre que llama a alguien más desde la esquina de su casa, tal vez se deba a que todo teléfono público delata una urgencia, al mismo tiempo que un desamparo. Cuelga el auricular y dirigiéndose al chofer de un taxi le pide que lo lleve al aeropuerto Logan. Nunca sabremos el contenido de esa charla, pero debe ser algo capaz de atrofiar el sentido común. La fantasía de vivir nuestra propiasitcom sólo surge cuando hemos saltado la valla de toda razón.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Mezquita de Córdoba

Hace dos años visité este lugar, como me hubiera gustado saber antes lo que este documental ofrece, por si acaso regreso algún día o algún lector de este sitio planea un viaje a Andalucía les invito a ver y disfrutar de esta maravillosa obra