jueves, 20 de diciembre de 2012

Series, la mejor narrativa contemporanea, ¿será?

La semana pasada, en el taller de Ensayo que llevo los viernes, leímos a Guillermo Espinosa Estrada, me quedó la duda de quien es autor y buscando información sobre el y su obra encontré este ensayo que me pareció excelente, me identfico con su visión aunque no se cual sea mi "Vaticano para pretender ser Papa", si me llego a sentir uno mas en la barra



Sitcom: instantáneas para una familia feliz
Guillermo Espinosa Estrada | Número 06 | 18 de julio de 2011
a Ana, Natalia y Oriana,
con quienes viví una temporada

    La escena la hemos visto miles de veces.
Departamento.
Media tarde.
 De súbito, la puerta principal se abre para dejar entrar a una pareja de jóvenes ataviados con laUn sol otoñal entra por las ventanas de un loft decorado con muebles Ikea. Sofá color marfil, estantes repletos de libros, una cocina moderna completamente equipada, tal vez un piano. Mobiliario cuya neutralidad crea una atmósfera que sólo puedo calificar de utópica: lugar ideal o inexistente, pero al que siempre aspiramos. La panorámica sobre la gran urbe inmóvil es tan esplendorosa como envidiable y todo dentro de ese escenario resulta demasiado armónico. El orden que impera, incluso en el fingido desarreglo de la mesa de centro, inspira certidumbre, estabilidad, así como un espíritu de ocio y abundancia económica. 
No sabemos quién vive ahí pero podríamos ser nosotros, esa casa podría también ser nuestra misma uniformidad del apartamento. Actúan con fingida indignación, se reclaman, manotean, algo está ocurriendo entre ellos. No sabemos de qué se trata pero poco importa el motivo de la riña, lo importante es la riña en sí, la disonancia que se obtiene al contraponer lo ideal del escenario y los personajes con su absurda desavenencia. Es a partir de esta incongruencia básica que reaccionamos con la primera sonrisa, ya que nada, en ese paraíso, puede ser tan grave.
Crecí entre sitcoms y telenovelas. En pocas disciplinas puedo explayarme con tanta naturalidad como en la programación televisiva de los ochenta –aún recuerdo la barra vespertina de Imevisión y creo que mi vida sería más sencilla de no haber experimentado el magisterio de Ernesto Alonso–. Pero en casa teníamos también el privilegio de la antena parabólica. Horrenda, invasiva, con un dejo futurista del pasado, la parabólica no sólo era un ostentoso signo de estatus, era también un umbral para acceder a otra dimensión, a un mundo mejor allende nuestras fronteras. Para el niño que era, ese mundo estaba representado –antes que por la Estatua de la Libertad o el castillo de Disneylandia– por una extensa barra color maple de un bar en Boston, Massachusetts. Por cuestiones cronológicas pertenezco a la generación Friends (1994-2004), mis años de formación corrieron parejos a las peripecias de aquellos personajes con quienes, creo, comparto muchas aspiraciones, si bien no los mismos problemas. Pero, por una cierta precocidad que me domina, no me siento parte de ella. Ni siquiera de su antecedente, la generación Seinfeld (1989-1998), a la que muchos amigos míos quisieran adscribirse, aun sin derecho. En lo personal quisiera formar parte, aunque todos sus valores me sean distantes, de la generación Cheers (1982-1993).
Ahora mismo un historiador debe estar redactando en su cubículo The Rise and Fall of the American Family (1950-2000), basándose sólo en sitcoms. En medio siglo la curva es continua y descendente, así como la temática obsesiva. El concepto “familia” atraviesa la evolución del género para ser retratado, parodiado, diseccionado, una y otra vez, varias veces al día. Cual mural de Pompeya, la sitcom funciona como fresco de una cotidianidad inmóvil. Ahí están, frente a nosotros, las frustraciones y espiraciones del núcleo social básico, en una mimesis que dista mucho de ser ingenua. Al nacer con la urgencia ideológica de la Guerra Fría, la sitcom realizó, en un principio, propaganda de los valores y virtudes estadounidenses. La familia y el rol social que debían ocupar la mujer hogareña, el hombre trabajador y los muchachos rebeldes, ilustró –junto con la dosis decembrina de It’s a Wonderful Life– los ejes del American Dream: el suburbio como paraíso capitalista, el gadget como ética del consumidor, el multiculturalismo como proyecto de un melting pot tan lento como eficaz.
Tras la caída del Muro el modelo se gastó y fue necesario recurrir a su parodia. La familia disfuncional o electiva –con un marido que cambia de sexo, la madre adúltera e hijos con obesidad– conforma un sistema de sublimación comunitaria, un pharmakos que busca mantener un status quo ya insostenible. Pero después de todos estos años el subtexto no ha dejado de ser el mismo: la familia de clase media, la familia típica, tradicional, aunque ahora el acercamiento se haga en negativo, en sus posibles desviaciones. Por eso todas las tardes la familia Simpson se apresura a ocupar su sillón y ver The Simpsons. Es a través del show que se cumplen y manifiestan las corrupciones privadas que, de no ser contenidas mediáticamente, destruirían el tejido social.
Imagino a un Quijote contemporáneo que va por la vida esperando que todos a su alrededor se comporten como personajes de sitcom.
Después de una solitaria y prolongada convalecencia, en la sala de un hospital donde sólo funciona el canal Warner, nuestro personaje y un Sancho amigo –joven afanador con aspiraciones a enfermero– intiman en una desangelada Noche Buena. En la madrugada, después de un patético abrazo y el “Feliz Navidad” de rigor, el primero convence al segundo de lo provechoso de su empresa: “Salgamos a recorrer el mundo –le dice– en busca de una familia que se encuentre con nosotros en estos días. Sólo de esa manera podremos tener una vida realmente feliz”. Si bien el escenario natural sería Nueva York, San Francisco o cualquier otra urbe cosmopolita, todo resultaría más hilarante en Ciudad de México u otra capital del Tercer Mundo. Sí, eso es, nuestro personaje y su fiel escudero se propondrán arribar del D. F. a la Gran Manzana haciendo auto-stop, en un intento por conocer a los personajes de sus sitcoms favoritas o para conformar con sus vidas una de ellas. Camioneros, campesinos, recepcionistas de baratos moteles, polleros, traficantes, policías federales y agentes de la migra serían los individuos que con su desencarnado realismo se nieguen, al menos en un primer momento, a responder a la amistosa prédica de nuestros personajes que sólo desean formar parte de una familia. ¿Llegarán algún día a Nueva York? Tal vez sólo para observar desde el parque la caída de sus ilusiones junto con el World Trade Center.
Yo también hice mi peregrinaje.
Destino: el 84 de Beacon St., en Boston, Massachusetts, al lugar where everybody knows your name.
Llegué en el verano del 2002, con veintitrés años de edad y unas aspiraciones que no cabían en la maleta. Becado, proveniente de París y enamorado de una mujer excepcional, el mundo parecía estar rendido a mis pies y poco esfuerzo me había costado lograr semejante victoria. El calor era sofocante, la gente un poco hostil, pero tanto ellos como los elementos, pensaba, terminarían doblegándose ante lo inabarcable de mi talento. Nos establecimos en Back Bay, el barrio más lindo de la ciudad, en un one bedroom con mala cañería y ratones, en uno de esos típicos edificios de Nueva Inglaterra. El Prudential Building con el John Hancock a su costado –los dos rascacielos que dominan el paisaje– eran la postal con la que me despertaba todas las mañanas, después de que Mofeta y Capuchino se metían olisqueando debajo de las sábanas, obligándonos a salir.
Recuerdo vivamente mi primer cóctel. Una reunión organizada para estudiantes nuevos y perfil sobresaliente que se desarrolló en una especie de castillo victoriano, tal como aparecen en películas del tipo Dead Poets Society. Todavía no conocía a nadie en la ciudad, mucho menos en la tertulia, y mi inglés se tropezaba con una cantidad importante de galicismos. Por eso estuve apoyado en lo que parecía una gárgola medieval buena parte de la velada, esperando una hora prudente para partir. Casi a punto de irme, un muchacho mayor que yo, pero todavía joven, se acercó amablemente hacia donde estaba y empezó a platicar conmigo. No le pregunté su nombre, pocas cosas recuerdo de nuestra conversación, pero soy justo al decir que ha sido una de las personas que más ha influido en mi vida. Sólo con verlo caminar, al ver la forma en que se diferenciaba del resto de la concurrencia, supe que yo haría cualquier cosa por no llegar a ser como él. Aunque envidié por un instante su soltura, la contundencia con la que decía sus palabras, su saber, me molestaba algo indefinible. Algo había en él de derrotado, de vencido, de gris, que me aterró. Aún así, antes de despedirse me dijo: “Felicidades, éste es el Vaticano para un intelectual. Si alguien tiene la intención de convertirse en papa tendrá que pasar por aquí”. Después se alejó. Salí entusiasmado con esta idea, con la sola posibilidad. Me fui a casa, a aquel departamento donde me esperaban mi familia, mis libros, y la esperanza de convertirme un día, si no en papa, al menos en cardenal.
Durante los años que viví en Boston fui postergando, incomprensiblemente, mi visita a Cheers, o Bull & Finch Pub, nombre original con el que todavía lo denominan algunos bostonianos. La caminata era de media hora desde mi casa. Cuestión de tomar hacia el Norte en Massachusetts Avenue, girar a la derecha en Boylston o Newbury St., llegar al parque y doblar a la izquierda en Arlington: justo en la esquina de Beacon y Brimmer. Ese trayecto lo recorrí cientos de veces, pero siempre había algo más importante que hacer, como ir al cine, u otro lugar al cual llegar, como un nuevo restaurante en North End o visitar a los amigos. Después se me olvidó. Con el tiempo me hice asiduo de mi propio neighborhood bar, donde aceptaban mascotas. Y si bien ahí no todos sabían mi nombre, sí lo sabía mi tocayo Billy, el cantinero, que sólo al vernos llegar ponía un par de Guinness sobre la barra y sacaba una oreja de cochino para los nenes.
Volviendo de una Navidad en México extraviaron mis maletas en el Aeropuerto Internacional Logan. Fue por los días en que me diagnosticaron laberintitis, padecimiento que nada tiene de borgesiano y sí mucho de infierno circular de Dante. Al menos en eso se había convertido mi Vaticano, tras claudicar a una posible ordenación intelectual. Llegó un anhelado marzo, pero el invierno se instaló, indefinidamente. Una tarde, mientras corría para dar clase, me resbalé con la nieve y caí. Nunca me había caído. Tiempo después, por descuido o por negligencia, en casa nos quedamos sin calefacción. Tuvimos que mudarnos. Ella se quedó con Mofeta. Yo con Capuchino. Tardé mucho en levantarme.
Un día, cuando él y yo vagábamos por rescoldos poco visitados del parque, vi el Bull & Finch. Ahora, como nunca antes, no había otra cosa más importante que hacer, ni otro lugar a donde ir, de alguna manera estaba enfrente de mi propia casa. Making your way in the world today takes everything you gotSalimos del parque por la puerta que da a Charles St. y tuve que cargarlo porque aún no era hora de volver y él no quería interrumpir su paseo dominical tan pronto. Taking a break form all your worries, sure would help a lotPero yo no estaba para negociaciones, así que con él entre mis brazos llegué corriendo a la acera de enfrente, experimentando una urgencia inédita por una visita que me había estado esperando más de un lustro. Wouldn’t you like to get away? Sometimes you want to go… Aseguré la correa de Capuchino en la barandilla de la famosa escalinata. Su mirada era de profundo desconcierto, de reproche incluso, y pronto dejó de mover la cola …where everybody knows your name. And they’re always glad you came. Me detuve un momento antes de descender. Tomé aire. Intenté regular mi respiración y me preparé para el ingreso a una vida plena. You wanna be where you can see our problems are all the sameYou wanna go where everybody knows your name. Bajé los escalones, empujé la puerta y entré.
Una nueva vertiente de la nostalgia se inauguró con el primer “repetido”. No era lo mismo asistir al cine y ver una vez más aquel clásico privado, que presenciar, por los caprichos de un programador azaroso, ese mismo capítulo que poco a poco se convertiría en nuestro favorito. En un momento dado la programación televisiva dejó de ser desechable para conformar una nueva educación sentimental. Un buen día en las reuniones con los amigos se comenzaron a enumerar episodios, chistes, anécdotas desitcom tal como si sus personajes fueran parte de nuestra vida, como si emergieran directamente de nuestro álbum familiar. La buena sitcom tiene el privilegio de construir personajes entrañables.
Mientras miro ahora los avejentados capítulos de Cheers me doy cuenta de cómo esas personas llegaron a influir en mi carácter. Tengo más cosas en común con ellos que con gente con la que crecí. Me reconozco en todos, cada uno tiene un pedazo mío: la ética del trabajo de Sam Malone, el esnobismo de Frasier Crane, la obsesión por las mentiras de Cliff Clavin, la ira y el malhumor de Carla Tortelli, el amor por la cerveza de Norman Peterson. Por si fuera poco, Diane Chambers y yo tuvimos el mismo trabajo en el mismo lugar –teaching assistant at Boston University– con dos décadas de diferencia. Padecí con verdadera angustia cuando Sam volvió a beber, tras terminar con Diane; pocas separaciones he vivido con tanta empatía como la de Frasier y Lilith. Tal vez tenga que dejar de ver televisión.
Jamás regresé al Bull & Finch, ni pienso hacerlo. Entré ahí buscando algo, a alguien, y me recibió una chica que vendía souvenirs. Ocupé un lugar en la barra, ordené una Guinness y un sándwich “Crane” y me acordé que Capuchino estaba afuera, solo en el frío. Con el pretexto de fumarme un cigarrillo salí, lo desanudé y emprendimos el camino de vuelta por esas calles que, tímidamente, encendían sus farolas bajo un cielo rojo. Tomé Commonwealth Avenue y en la caminata fui distinguiendo esquirlas de mi pasado con asombrosa nitidez. La foto que nos tomamos en aquella acera. La única vez que entramos en esa cafetería. El two bedroom que visitamos en ese edificio porque, eventualmente, la familia tenía que crecer. Ahí, los mejores huevos benedictinos de la ciudad. Justo enfrente el buffet de comida india que, a juzgar por la relación cantidad-precio, siempre privilegiamos. A la cuadra siguiente mi neighborhood bar, donde no me volverían a ver. Fenway Park y un poco más adelante el local de comida tailandesa donde tuvimos la primera y la última noche juntos en Boston, para concluir lo nuestro con una circunferencia perfecta. Esa ciudad, y no Cheers, era el lugar donde todos sabían mi nombre y por algún motivo eso resultaba intolerable. Ya con la certeza de que tenía que partir, llegué a la esquina de Commonwealth y Granby, doblé a la derecha rumbo al río, hasta Bay State Rd., y visité por última ocasión el castillo victoriano que me había dado la bienvenida años atrás. El que había estado ahí ya no era yo. Tal vez ese que había entrado nunca había salido. Salió su doble, un desconocido: salí yo. Pero era hora de volver y encontrarse con el pasado, por más doloroso que fuera. Todo seguía en su sitio. Las arañas alumbrado esplendorosas. Los vitrales con motivos religiosos. El mobiliario de una película de época. El piano. En un instante en que se disipó la concurrencia me vi al fondo, recargado en lo que parecía una gárgola, bebiendo solo pero secretamente entusiasmado. Tuve el valor de acercarme, sacarme a mí mi mismo de un recatado mutismo y decir: “Felicidades, éste es el Vaticano para un intelectual. Si alguien tiene la intención de convertirse en papa tendrá que pasar por aquí”. Exactamente esas palabras, esas mismas palabras, porque aunque yo había hecho las cosas mal, no podría haberlas hecho de ninguna otra manera.
En ocasiones en que la vida se empecina en ser más cruel de lo debido, uno recurre a la fantasía de la sitcom. Algo tenía Alonso Quijano para salir a desfacer entuertos. Un terrible dolor en el alma –que pudorosamente nos omite Cervantes– lo hizo dejar su hacienda, su sobrina y hacer como si fuera un caballero andante. Debió haber sido algo intolerable, tan tremendo que sólo fue superado por el miedo a morir sin confesión. A medio camino de la vida, atravesando por la más oscura de todas las selvas, nuestro Quijote empuña un teléfono público para hacer una llamada en medio de la noche. Es una imagen particularmente triste, la del hombre que llama a alguien más desde la esquina de su casa, tal vez se deba a que todo teléfono público delata una urgencia, al mismo tiempo que un desamparo. Cuelga el auricular y dirigiéndose al chofer de un taxi le pide que lo lleve al aeropuerto Logan. Nunca sabremos el contenido de esa charla, pero debe ser algo capaz de atrofiar el sentido común. La fantasía de vivir nuestra propiasitcom sólo surge cuando hemos saltado la valla de toda razón.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Mezquita de Córdoba

Hace dos años visité este lugar, como me hubiera gustado saber antes lo que este documental ofrece, por si acaso regreso algún día o algún lector de este sitio planea un viaje a Andalucía les invito a ver y disfrutar de esta maravillosa obra

sábado, 17 de noviembre de 2012

Menudo susto!

Esta mañana repentinamente me llega un correo con una publicación nueva en el blog, la cual yo no había escrito, no se qué sucedió exactamente, sólo se que fue enviada desde Facebook, y fue una publicación desde un grupo en que yo no participo.

Hace bastante tiempo que no público casi nada en el blog sin embargo lo sigo apreciando mucho y quizá en poco tiempo regrese a publicar con mayor frecuencia, más ahora que estoy usando una nueva aplicación de Apple para blogger que facilita la publicación y administración del blog desde dispositivos móviles como el ipad o iPhone, magos gadgets los uso cada día,

Esta entrada es la primera desde la aplicación para el ipad espero que se publique bien

Saludos

viernes, 9 de noviembre de 2012

Ignoria: Claudio Magris - ¿Hay que expulsar a los poetas de la República?

Claudio Magris - ¿Hay que expulsar a los poetas de la República?



Claudio Magris © Thomas Laisné-Corbis



Se cuenta que Platón, al hacerse discípulo de Sócrates, quemó una tragedia que había acabado de escribir. El motivo que le llevó a ello no fue ciertamente que estuviera insatisfecho por el valor poético de la obra, con la que había pensado concurrir, como refiere Diógenes Laercio, a uno de los certámenes literarios más importantes de Atenas. De Platón a Kafka —que encargó a su amigo Max Brod que destruyera a su muerte sus obras inéditas, entre las que figuraban obras maestras como El proceso y El castillo—, el gesto del gran escritor que destina sus libros a la hoguera no se deriva nunca de una valoración literaria, sino de razones más profundas. Platón destruye su tragedia —y el resto de las que se supone que había escrito— al convertirse en discípulo de Sócrates y consagrarse a la filosofía, a la búsqueda de la verdad, que le parece incompatible con la literatura —incluso con la que él más apreciaba y consideraba más alta, como la de Homero y los grandes trágicos, que en un famoso capítulo de la República quedan excluidos del Estado ideal y de la formación espiritual del ideal ciudadano de ese Estado.


La sentencia platónica es inaceptable, porque, allí donde se cumpliera, desembocaría en el totalitarismo, en el poder absoluto de un Estado que no tolera expresiones discordantes con su paradigma de valores y violenta al individuo y su derecho a la diversidad. Pero para rechazar la condena platónica de la literatura —y del arte en general— hace falta tenérselas a fondo con ésta y con su verdad por muy peligrosa y perversa que sea, pues su desconocimiento nos impediría hacer justicia a la literatura, refutar y al mismo tiempo reconocer su seducción, captar su tiránica y liberatoria ambigüedad y por consiguiente el significado que encierra para la vida de un hombre y la formación de su personalidad.


Una doble marca sella para Platón la exclusión de la literatura. Por una parte ésta muestra, sin dar un explícito juicio moral, el absurdo y la injusticia de la vida, el abismo de dolor que atenaza al inocente y la felicidad que sonríe al malvado, la perfidia de los mismos dioses —seductores, pero de ninguna forma ejemplos de bondad y justicia, sino celosos, envidiosos, ávidos, vengativos y violentos— que inducen a los hombres al error y los castigan después de haberles inducido a cometer esos errores. En el arte hay belleza, pero ésta, nos recuerda Gadamer, no siempre es, como debiera ser según Platón, la aparición del Bien y de lo Verdadero.


Lejos de ofrecer modelos de vida que eduquen al hombre en la virtud, el arte puede resultar cómplice de la injusticia y la violencia que reinan en el mundo. El arte no es solamente mimesis ficticia, réplica de esa engañosa e imperfecta realidad sensible que para Platón es a su vez sólo una réplica de la Idea, única verdadera realidad. En el arte el individuo da voz a sus propios sentimientos; pero de este modo acaba a menudo por coquetear con su propio egoísmo, por imitar complacido las miserias, las contradicciones y a veces las banalidades de su estado de ánimo, por transigir con sus propias debilidades y encerrarse en su propio narcisismo.


Todo esto hace al arte nocivo para la formación del individuo —al menos para Platón, que sin embargo amó como pocos su encanto, su fuerza de arrastre y transfiguración, su capacidad de ver los demonios y los dioses, su «divina manía» que celebra en el diálogo Ion, dedicado a un aedo. Es posible comprender esa contradicción platónica en términos teóricos, pero para entenderla en toda su viva realidad, para entender cómo nació y fue vivida por él, nos hace falta el arte, la literatura. La filosofía y la religión formulan verdades, la historia indaga los hechos, pero, como observa Manzoni, sólo la literatura —el arte en general— dice cómo y por qué los hombres viven esas verdades y esos hechos; cómo, en la existencia de los individuos, los universales que éstos profesan se mezclan con las cosas pequeñas, mínimas e ínfimas con las que está concretamente tejida su existencia; cómo las verdades filosóficas, religiosas o políticas se entrelazan con las esperanzas y los miedos de los hombres, con sus deseos y temores mientras envejecen y mueren. Si Dios se encarna, es la literatura la que puede contar esa encarnación, mostrando el absoluto en los gestos de cada día. El Evangelio es un relato y termina con Jesús resucitado en trance de asarles a los apóstoles unos pescados a la orilla de un lago. En la novela Comenzó en Galilea de Stefano Jacomuzzi, Jesús dice: «…¡qué ardua es, Padre, tu ley para que nada se pierda! ¡Oh, que no se malogren tampoco estas pobres voces nuestras de tierra, recuerdos, amores, esperas, pequeñas tribulaciones, pequeñas alegrías… Llévatelas todas contigo, Padre, sálvalas para toda la eternidad!»


Es la literatura la que puede salvar esas pequeñas historias, iluminar la relación existente entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianidad, entre el individuo concreto y la Babel de la época. La «novela de aprendizaje», que floreció entre los siglos XVIII y XIX no sólo pero sobre todo en Alemania, cuenta, por ejemplo, las condiciones y modalidades por las que se hace posible que un individuo, que crece en contacto con una sociedad cada vez más compleja y laberíntica, forme armoniosamente su propia personalidad, desarrollándola en todas sus potencialidades latentes, o bien resulte aplastado por el férreo mecanismo del mundo o se inserte en su engranaje a costa de pagar sin embargo un alto precio, sacrificando su múltiple riqueza interior, renunciando a sus sueños, pasiones y proyectos y aplanándose hasta el extremo de convertirse en poco más que un instrumento de ese engranaje.


La historia cuenta los hechos, la sociología describe los procesos, la estadística proporciona los números, pero no es sino la literatura la que nos hace palpar todo ello allí donde toman cuerpo y sangre en la existencia de los hombres. Sabemos lo que fue la Francia de la Restauración y lo que es la metrópoli contemporánea gracias a las tentaculares novelas de Balzac, que nos cuentan cómo amaron, desearon o mintieron los hombres, y a novelas como Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin u otras obras de vanguardia, en las cuales la complejidad, la organización, la desconexión y el caleidoscopio de la vida metropolitana se convirtieron en montaje y collage narrativo, estilo y aliento de la narración. Por eso Sciascia pudo decir que «nada sabe de sí ni del mundo la mayor parte de los hombres, si la literatura no se lo enseña».


La literatura, y en especial la novela o mejor aún la épica moderna, es mimesis de la realidad, de su hormigueo impuro y fugaz, de su caótica caducidad. Se parece a un periódico y a veces hasta a un periodicucho de la vida, de su cotidianidad rastrera y vehemente; Dostoievski o Dickens —pero también Dante y la Biblia— son cronistas de lo efímero, sobre lo cual ellos proyectan una luz de eternidad, violenta como un reflector que rasga la noche o como la linterna de bolsillo de un detective en un lugar tenebroso. En ese descenso a los infiernos cabe que exista salvación, la caridad de quien se hunde en el fango de la existencia para asumirlo como un Mesías doliente, pero también puede que haya complicidad, la complacencia con la miseria más que la esperanza de aliviarla.


En su fidelidad al cenagoso fluir de los acontecimientos, la literatura es también un sismógrafo de los acontecimientos políticos, que en el desorden de su inmediatez impiden entrever a menudo su lógica y su significado. Carlo Bo, al evocar los momentos más confusos y dramáticos de la reciente historia de Italia, decía que esos turbios y convulsos hechos parecían estar pidiendo un narrador que les diera forma. En su ensayo sobre las relaciones entre la narrativa, el periodismo y las páginas de opinión, Letteratura bastarda [Literatura bastarda], Claudio Marabini, al recordar que literatura significa en primer lugar «ponerse todo lo posible en la piel de los demás», observa que la sangrienta chapuza de los últimos decenios de nuestra vida colectiva —el asesinato de Moro, la muerte de Calvi, la corrupción generalizada y tantos otros acontecimientos ya luctuosos ya tragicómicos— es el material de un gigantesco, laberíntico folletón que aguarda a su narrador. Tal vez cuando tengamos —si la llegamos a tener— esa gran novela, podamos saber lo que ha sido esta Italia, de quien nadie —ni siquiera quienes han vivido esos acontecimientos de cerca, en el ojo del tifón— consigue ver su rostro.


Puede que nunca haya reclamado y desarrollado la literatura una función cognoscitiva como en nuestra época: en el período que va de finales de siglo a los años treinta —el gran momento de la cultura del siglo XX, la frontera todavía más avanzada que ha alcanzado la literatura—, escritores de la talla de Musil, Joyce, Proust, Kafka, Svevo, Mann, Broch, Faulkner y otros exigieron a la narrativa un conocimiento del mundo que precisamente el enorme desarrollo de las ciencias no permitía confiar a estas últimas, porque, con su extrema especialización, que hacía inaccesible cada una de ellas a los estudiosos de todas las demás y aún más al hombre medio, habían hecho añicos cualquier sentido de la unidad del mundo. Sólo una novela que asumiera tales problemáticas científicas, mostrando cómo vivieron y viven los hombres esa transformación, podía y puede captar el sentido de la realidad y de su disolución, una disolución copiada pero también captada a fondo y dominada en las mismas formas experimentales de la narración, en la disgregación y recreación de las estructuras narrativas.


Hoy en día la literatura se enfrenta a un nuevo desafío que nace de la divergencia respecto a la ciencia y de la divergencia existente entre los conocimientos científicos y las posibilidades de que éstos entren a formar parte del patrimonio cultural común. Durante siglos los descubrimientos científicos —por ejemplo de Galileo o de Newton, quizás todavía de Einstein— entraban, aunque fuera de modo aproximado e imperfecto, en la mente de los hombres incluso sí éstos carecían de preparación especializada, e influían en su forma de vivir y de percibir el mundo y por consiguiente —para el escritor, el artista— de representarlo. Con la mecánica cuántica —y no sólo con ésta— parece haberse abierto un abismo entre la ciencia y su comprensión (y por lo tanto también la fantasía, la sensibilidad) aunque sea superficial por parte de los no científicos.


La ciencia contemporánea —aunque según algunos el proceso se inició con Galileo— da la impresión de haber reducido la evidencia sensible, presente durante siglos en el conocimiento de la naturaleza, a favor de una inevitable y creciente abstracción que parece imposible trasponer a la fantasía, convertir en imagen y metáfora, poner en relación con la vida. De este modo la ciencia no parece influir en la percepción y la representación, mental y artística, del mundo; paradójicamente pues el saber científico —un saber fuerte que domina el mundo— no logra convertirse en cultura, salir de su ámbito especializado, incidir en la sensibilidad de los hombres. El descubrimiento del ADN —susceptible de trastornar radicalmente la realidad y los valores— es, a grandes rasgos, aprehensible, pero la mecánica cuántica se asoma a otra realidad, donde rigen otras leyes y sobre todo otras lógicas, refractarias a las categorías de nuestra razón y nuestra sensibilidad.


No es evidente que el universo tenga que estar organizado conforme a leyes que se correspondan con las estructuras de la mente y la percepción humanas; transformar en metáfora poética los conocimientos cada vez más abstractos de una naturaleza indeterminista es el arduo desafío cultural que tiene ante sí hoy en día la literatura.


La literatura defiende lo individual, lo concreto, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra lo falsamente universal que agarrota y nivela a los hombres y contra la abstracción que los esteriliza. Frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo universal, la literatura contrapone lo que se queda en los márgenes del devenir histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la marcha del progreso. La literatura defiende la excepción y el desecho contra la norma y las reglas; recuerda que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna restauración puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la realidad, que sería falsa.


La poesía de los modernos —escribe August Wilhelm Schlegel, fundador del Romanticismo— es la nostalgia de una imposible totalidad de la vida y expresa por consiguiente el vacío, la ausencia, lo incompleto de la vida y de la representación que quiere serle fiel, sin ceder a la tentación de embellecerla retóricamente, como si todo estuviera en su sitio y fuera fácil. Buena parte de la literatura contemporánea es todavía romántica, en el sentido de que ha sido el Romanticismo —como observa Giuseppe Bevilacqua— el que soñó con la utópica redención global de la sociedad y de la vida y —desilusionado por el fracaso de la revolución, que lleva a muchos románticos a abrazar políticamente por reacción posiciones conservadoras y retrógradas —confió a la poesía la tarea, igualmente imposible, de realizar un absoluto poético-existencial (la vida verdadera, el vivir poéticamente) en una sociedad que, cuanto más perfecta se la quiere, tanto más sofocante e invivible resulta.


El arte moderno ha asumido, en su mismísima estructura formal, la disonancia de la condición humana y ha rechazado toda plenitud artística, considerándola falsa con respecto a la existencia, de la misma forma que sería falsa una tersa estatua neoclásica de la Victoria erigida para celebrar la derrota del nazismo después de Auschwitz. No sólo las obras más arduas y difíciles, como las de Joyce y Beckett, sino también las aparentemente más accesibles pero igualmente radicales en su representación del desencanto y la nada, como La educación sentimental de Flaubert, han rechazado toda profesión retórica de noble y fácil humanidad. La literatura que dice las verdades más radicales acerca de la condición existencial e histórica es la de la negación y el rechazo, la que hace hincapié en el malestar de la civilización y en la laceración misma del yo individual, ya no se trata de que Su Majestad el yo promulgue bandos de Gobierno, sino de un yo cada vez más escindido y fragmentado, reducido a una provisional y oscilante encrucijada de eventos y sensaciones, poco más que el sedimento dejado por una tradición y una historia que se han volatilizado.


El escribiente Bartleby, el inmortal protagonista del relato homónimo de Melville, responde a cada petición, orden u ofrecimiento: «Preferiría no hacerlo, señor.» En este firme y extremo no, parecido a la renuncia de los personajes kafkianos, hay un amor a la vida más profundo que cualquier fácil consenso, un amor que se expresa en la soledad, en el silencio, en una anarquía que es tanto más radical cuanto más tímida y remisa. También la ironía puede esconder y revelar juntamente el abismo, como la leve, diabólica y vertiginosa ironía de Svevo, una de las miradas más inexorables que se han dirigido a la Medusa. El sentido de la literatura es, hoy más que nunca, la liberación de los falsos ídolos, de todo aquello que pretende suplantar falsamente a los auténticos valores. Como dicen los célebres versos de Montale: «Eso es sólo lo que hoy podemos decirte, / lo que no somos, lo que no queremos». Lo que se dice en el Evangelio a propósito de la palabra de Jesucristo vale también para la literatura: tampoco ésta trae la paz, sino la espada; ha venido a separar al hijo del padre y al hermano de su hermano, a esparcir inquietud, a poner en entredicho todo orden social y político. Botero, el teórico de la Razón de Estado, decía que las letras no son útiles al Príncipe —es decir al Estado— porque llevan a la melancolía. Acto de comunicación y por consiguiente acto social por excelencia, la literatura tiene también un irreductible núcleo antisocial, como bien sabía Platón; a menudo políticamente comprometida, la literatura es también sabotaje de cualquier proyecto político.


En su negativa, la literatura puede decir un apasionado sí a la cálida vida, como la llamaba Saba. Es liberatoria justamente porque está libre del principio de no contradicción; puede decir verdades antitéticas, porque no formula juicios teoréticos ni mucho menos proclama ideologías, sino que expresa experiencias y por lo tanto puede expresar la fe en Dios y su negación, pues cada individuo, en la odisea de su vida, puede tener experiencia de ambas y la literatura cuenta esa experiencia, sin dejarse apresar por la formulación de un credo. En los relatos de Singer se dan la mano la epifanía de la fe y la de la nada más radical y no es posible saber si Singer es o no creyente.


Todo escritor conoce bien, advierte físicamente, la diferencia que existe entre lo que él escribe personalmente, para expresar su posición o su juicio sobre algo, y lo que dice hablando a través de sus personajes o de sus paisajes, escuchando lo que le sugieren y lo que tal vez hasta ese momento ignoraba tener dentro de sí. En la literatura todo es metáfora, algo que dice algo distinto; un no puede ser un sí y ésa es su libertad, su ángulo de trescientos sesenta grados abierto al mundo. En la literatura no cuentan las respuestas dadas por un escritor, sino las preguntas que éste plantea y que son siempre más amplias que toda respuesta por exhaustiva que ésta pueda ser. También en la vida, por lo demás, las personas que cuentan para nosotros no son tanto las que comparten nuestras respuestas acerca de las cosas últimas, cuanto las que se plantean nuestras mismas preguntas en torno a esas cosas.


La literatura tiene su férrea necesidad, pero ama el juego. La necesidad suprapersonal sobrepasa a menudo el deseo y la voluntad del propio autor; a veces se quisiera decir algo por lo que tenemos mucho interés pero que el texto nos rechaza, o bien callar algo que el texto nos exige. En la fábula La radura [El claro del bosque] de Marisa Madieri, la pequeña Dafne quería contar sus vicisitudes personales eliminando el episodio del mirlo devorado por una serpiente, que perturbaba su encanto del mundo, pero se da cuenta de que no puede hacerlo.


La literatura ama sin embargo el juego, la libertad de inventar la vida como el barón de Munchhausen, de hacer incluso a la tragedia ligera como un globo de colores que se escapa de la mano y se va volando por su cuenta. Los poetas saben esconder la profundidad en la superficie, decía Hofmannsthal, disimular los abismos más inquietantes en la levedad de la sonrisa y de lo aparentemente fútil, como sucede en Sterne, haciendo sentir de este modo todavía más intensamente los vértigos de esa oscura vorágine. La literatura inventa el lenguaje, contraviene la gramática y la sintaxis, pero creando un nuevo orden; crea palabras, casi volviendo cada vez al origen de la vida, como Joáo Guimaráes Rosa en su Gran Sertón. Esta desenfadada libertad es quizás su mayor don.


Hay una irresponsabilidad que la literatura reivindica como su derecho inalienable y que protege de la insoportable seriedad de la vida, de sus deberes y sus atosigamientos, recordando que es necesario asistir a clase, pero también hacer novillos. La literatura nos enseña a reírnos de lo que se respeta y a respetar aquello de lo que nos reímos, como sucede en el colegio con algunos profesores venerados a los que se les toma el pelo con una cariñosa ironía y autoironía que es lo contrario del escarnio acre y presuntuoso. Esta resuelta soltura de la persona es una actitud clásica y la clasicidad hace libres, como dice un personaje de Fontane, el gran narrador prusiano del siglo XIX, porque proporciona un sentido del espesor y de la complejidad, pero también del absurdo y la vanidad de las cosas, enseñando a aceptarlas y a amarlas sin idolatrarlas.


Entre las muchas razones para estudiar las literaturas y las lenguas clásicas, no es la última lo gratuito de esas lenguas muertas, de sus perifrásticas, de sus subjuntivos y de todos esos esse videatur que parecen no servir para nada y que tal vez por eso mismo ayudan a comprender a los hombres con desilusionada benevolencia y sobre todo enseñan, con el orden del lenguaje, la moral correcta. Muchas barrabasadas nacen cuando se hacen chapuzas con el lenguaje y se pone el sujeto como acusativo o el complemento directo como nominativo, enredando los papeles y confundiendo las víctimas con los culpables, aboliendo distinciones y jerarquías en un embaucador revoltijo de conceptos y sentimientos que deforma la verdad. Tal vez, si aprendemos lo gratuito de todas esas proparoxítonas y properispómenas, o de aquel bendito paradigma del verbo hystemi, lo demás se nos dará por añadidura.


Irresponsabilidad se llama pues el juego de la literatura. Pero el verdadero juego es algo muy serio: lo saben bien los niños, que juegan a policías y ladrones conscientes de la ficción, pero con una seriedad y una pasión que raras veces adoptarán más tarde en las ficciones aparentemente reales de sus actividades de adultos. Hay también sin embargo un juego árido y estéril, en el que se complacen a menudo los literatos, una aridez enmascarada por las palabras que celebran los sentimientos, casi una arrogante autorización para no participar en el calor de la vida durante el acto mismo en que se la canta. Todo el que ama la literatura tiene que vérselas a fondo, como dejó bien claro Thomas Mann, con el peligro, siempre al acecho, de que el amor por la palabra se convierta en idolatría, en fetichismo. En todo escritor, y no sólo en los muchos estetas como abundan, serpentea esa tentación, que la tradición atribuye, probablemente sin motivo, a Nerón, y que consiste en el impulso de preocuparse, mientras Roma se consume entre las llamas, más por los versos que lamentan el incendio y sus víctimas que por las víctimas propiamente dichas y por su dolor.


Muchos escritores, incluso grandes, de los que supieron hablar al corazón demostraron tener un corazón bastante pequeño y árido, que se encendía por miserables envidias o pruritos de reconocimiento más que por el amor o el dolor. Los mayores escritores —pensemos en Tolstoi o Dostoievski— fueron por lo demás los primeros en denunciar, incluso en sí mismos, esa estrechez humana de la literatura. Esta puede hacerse cómplice de una mezquina y ambigua secularización que profana y falsea cualquier sentimiento y cualquier valor. En uno de sus relatos, Singer pone en boca de un demonio estas palabras: «Los judíos ahora tienen escritores que nos han robado el oficio […] Conocen todos nuestros trucos, el escarnio, la piedad. Tienen mil razones por las que un ratón deba ser kosher». Escribir —ejercicio ascético y totalizante que absorbe la atención y la energía de toda la persona— puede comportar un riesgo de inhumanidad. La escritura busca la vida, pero puede perderla precisamente porque está enteramente concentrada en sí misma y en su propia búsqueda. Un día, en París, durante una discusión acerca de mi Danubio, Maurice Nadeau me preguntó si, para mi viajero danubiano, la literatura era un medio para alcanzar el sentido de la vida o bien un obstáculo en ese camino. Después de muchos titubeos le dije que, si no podía por menos de responder, era en un 50,001 por ciento salvación y en un 49,999 perdición, y que podía ser salvación sólo a condición de ser conscientes de su potencial negativo.


Nadie como Kafka ha llegado a entender ese nudo inextricable de bien y mal inherente a la literatura. Dijo que hubiera querido ser Amshel, tal como suena su nombre hebreo, es decir, arraigado en ese tejido de valores y afectos humanos, en esa plenitud vital y moral que para él representaba el judaísmo. Para él la literatura fue el camino de esa búsqueda de lo humano, pero le engatusó en esa búsqueda, a la que terminó por dedicarle toda su energía y su atención, perdiendo de vista la meta de tan embebido como estaba por el ansia de enfilar el camino adecuado. De ese modo, escribe Giuliano Baioni, no pudo llegar a ser Amshel, el hombre completo, y se convirtió en Franz Kafka, gran escritor justamente en tanto que hombre manco y culpable de su perfección literaria que era también mutilación humana. Pero sin Franz Kafka no sabríamos lo que significa ser Amshel, lo que significa esa vida que le faltó al escritor.


Desde el más grande de los libros, la Odisea, la literatura es un viaje por la vida. La literatura moderna no es un viaje por mar, sino a través del polvo y la desolación, como el de don Quijote; a través del desierto, hacia una Tierra Prometida en la que, como Moisés, no llegaremos nunca a poner un pie. Ninguna religión, ninguna filosofía o política que proclame haber llegado ya a la Tierra Prometida o estar próxima a llegar, con todos sus seguidores detrás, puede enrolar en sus filas a la literatura. La literatura, el arte, indican sin embargo el camino hacia la Tierra Prometida, la dirección adecuada. Es comprensible que se expulse a los poetas de la República, como inmigrantes furtivos y clandestinos. Pero estos vagabundos, como los nómadas del desierto, son guías que indican las pistas para atravesarlo.


1996



En Utopía y desencanto
Traducción: J.A. González Sainz
Imagen: © Thomas Laisné-Corbis



Fernando Romero
Tel  (33) 3156 6465

Enviado desde mi iPad

sábado, 6 de octubre de 2012

el Helecho y el Bambú

El Helecho y el Bambú

regresar ]


Un día decidí darme por vencido…renuncié a mi trabajo, a mi relación, a mi vida. Fui al bosque para tener una última charla con Dios. 'Dios', le dije. '¿Podrías darme una buena razón para no darme por vencido?'

Su respuesta me sorprendió…'-Mira a tu alrededor', Él dijo.

'Ves el helecho y el bambú?' - 'Sí', respondí. 'Cuando sembré las semillas del helecho y el bambú, las cuidé muy bien. Les di luz. Les di agua.

El helecho rápidamente creció. Su verde brillante cubría el suelo. Pero nada salió de la semilla de bambú.

Sin embargo no renuncié al bambú. En el segundo año el helecho creció más brillante y abundante y nuevamente, nada creció de la semilla de bambú.

-Pero no renuncié al bambú.' Dijo Él.'En el tercer año, aun nada brotó de la semilla de bambú. Pero no renuncié' me dijo.

'En el cuarto año, nuevamente, nada salió de la semilla de bambú.'No renuncié' dijo.

'Luego en el quinto año un pequeño brote salió de la tierra. En comparación con el helecho era aparentemente muy pequeño e insignificante.

Pero sólo 6 meses después el bambú creció a más de 100 pies de altura (20mts). Se había pasado cinco años echando raíces. Aquellas raíces lo hicieron fuerte y le dieron lo que necesitaba para sobrevivir.

'No le daría a ninguna de mis creaciones un reto que no pudiera sobrellevar'.

Él me dijo.

'¿Sabías que todo este tiempo que has estado luchando, realmente has estado echando raíces?'. 'No renunciaría al bambú. Nunca renunciaría a ti. 'No te compares con otros' me dijo.

'El bambú tenía un propósito diferente al del helecho, sin embargo, ambos eran necesarios y hacían del bosque un lugar hermoso'.

'Tu tiempo vendrá' Dios me dijo. '¡Crecerás muy alto!'

'¿Qué tan alto debo crecer?' pregunté. '¿Qué tan alto crecerá el bambú?' me preguntó en respuesta . '¿Tan alto como pueda?' Indagué.

Nunca te arrepientas de un día en tu vida. Los buenos días te dan felicidad. Los malos días te dan experiencia. Ambos son esenciales para la vida. Continúa…

La felicidad te mantiene Dulce. Los intentos te mantienen Fuerte. Las penas te mantienen Humano. Las caídas te mantienen Humilde. El éxito te mantiene Brillante. Pero sólo Dios te mantiene Caminando...

Si no consigues lo que anhelas, no desesperes... quizá sólo estés echando raíces...


Fernando Romero Saldaña
cubrebocas@gmail.com


martes, 25 de septiembre de 2012

Graffiti o mural

Ayer salí después de mucho tiempo a rodar en bicicleta, decidí un recorrido corto ya que mi condición física nos es precisamente muy buena, en el camino que frecuentemente recorro en automóvil no me había dado cuenta de este hermoso paisaje pintado por algún artista callejero

domingo, 25 de marzo de 2012

Menos es mas, San Francisco 2012

Menos es mas

El tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos dice una canción, desde hace mucho años recuerdo mi pasión por los viajes, aunque no han sido tantos como como me hubiera gustado año con año voy realizando alguno que otro viaje de esos que nutren el alma y con el pasar de los años se van recordando y volviendo a vivir.

Los viajes me nutren especialmente en momentos en que necesito vitaminas, muchas veces he recurrido a ellos en la memoria y me sorprende como poco a poco se fue logrando un ritmo.

Los primeros recorridos fueron sin duda espectaculares y medio improvisados y atrabancados, hace 25 años hice mi primer viaje por el sureste de México, aquel viaje de 7500 kms en un VW fue algo absurdo por la cantidad de lugares que visite todo me resultaba emocionante, así, conocí ruinas mayas, playas espectaculares pueblos de nombres extraños de origen maya en fin una lista grandísima de datos y experiencias nuevas en un corto periodo de 21 días que eran las vacaciones que en mi empleo tenía derecho.

En el primer viaje a Europa, en 1993, visite siete o mas países, Holanda, Inglaterra, Bélgica, Francia, Alemania, Austria, Italia y España; fueron tantas ciudades que aquello fue agotador, algunas noches la pase en los trenes, pero en ese entonces yo pensaba que no volvería a cruzar el Atlántico, la situación económica en México era muy inestable y un viaje a Europa era realmente una hazaña, al menos en mi caso, por lo tanto lo mejor era una actitud como la que se usa en un banquete, atacar que de esto no hay todos los días, pasaron los años y por suerte tuve oportunidad de regresar al viejo continente, el recuerdo de aquel primer viaje seguía presente pero la actitud era diferente, entonces opte por viajar mas lento y por tanto menos lugares, al fin me di cuenta que de cualquier manera corriendo no disfrutaba, solo acumulaba imágenes en mi cámara fotográfica y pretender conocer todo Europa en 21 días era absurdo, para mi siguiente viaje solo programe dos ciudades, la idea era disfrutarlas por una semana completa para poder repasar sus calles, sentarme tranquilamente a ver pasar a la gente ya fuera en los cafés o pasar días enteros en un solo museo; una semana en Londres y una semana en París, al siguiente año Madrid y Barcelona una semana en cada ciudad despues fue Milán y Roma y así algunos mas en los que si bien hubo mas ciudades estas eran mas pequeñas como Sevilla, Córdoba y Granada en una semana, o bien Ávila Toledo y Segovia en la madre patria.

La experiencia a sido realmente deliciosa, pasear lentamente es fantástico, este año el destino es Estados Unidos particularmente San Francisco, será mas de una semana la que pasaré en la joya de la bahía, quizá solo salga de la ciudad a pasar un día en el famoso valle de Napa y otro día en el Parque Nacional de Yosemite, los demás serán dedicados a los barrios y puntos de interés de la famosa capital del mundo hippie, desde luego no es fácil dejar de la lado otros lugares, inicialmente paso por mi mente la idea de hacer un recorrido que desde hace años tengo ganas de hacer y consiste en viajar por tren por los Estados Unidos pero al final repasando los pocos días que tengo para vacacionar este año decidí dejar para otro momento la experiencia en los trenes americanos y concentrarme en exprimir los mas posible la ciudad y pasear lentamente en tranvía, comer langosta con calma, ir al teatro, visitar el museo de arte moderno de la ciudad atravesar varias veces el Golden Gate que tantas veces he visto en el cine y la televisión visitar la antigua prisión de Alcatraz y no se que mas se va a presentar.

Menos es mas, todavía recuerdo aquel viajero americano con el que converse alguna vez en el barco por las aguas de rio Sena en París y que me contaba que a él le gusta mucho París pero que cada día regresaba a dormir la siesta al hotel y paseaba lentamente, al fin las vacaciones eran su periodo de descanso.


Fernando Romero
www.cubrebocas.com
Tel (33) 3156 6465

Enviado desde mi iPad

domingo, 18 de marzo de 2012

"Microcosmos", de Claudio Magris | Letras Libres

"Microcosmos", de Claudio Magris

El paraíso triestino

Claudio Magris, Microcosmos, Anagrama, Barcelona, 1999, 322 pp.

Para quien entienda la crítica como una de las últimas formas sobrevivientes de alta cultura es imposible olvidar al ensayista italiano Claudio Magris. Triestino nacido en 1939, Magris pasó de ser un competente germanista a convertirse en uno de los prosistas más sugerentes del fin de siglo. Su labor de reconstrucción e invención de la llamada Mitteleuropa fue emprendida, premonitoriamente, en las vísperas de la caída del Muro de Berlín. Tras  restaurar el prestigio de Joseph Roth,  Arthur Schnitzler, Hugo von Hoffmansthal, Franz Blei, Italo Svevo o  Heimito von Doderer, hizo Magris la  tarea que compete a los grandes críticos: configurar una familia espiritual en términos contemporáneos y reunirla en un paisaje histórico.
     Con El Danubio (1986), ensayo-río, hizo del viaje fluvial una manera de componer con ideas el sitio para las  ciudades, los libros y los artistas. Pocos libros tan europeos como El Danubio, en el sentido en que esa universalidad puede ser propia de las postrimerías de la vigésima centuria. Desde Trieste, la cueva de Joyce, Magris traza estratégicamente la ruta para escapar de todos los nacionalismos. En Microcosmos, su obra más reciente, Magris insiste: "Si la identidad es el producto de un querer, es la negación de sí misma, porque es el gesto de uno que quiere ser algo que evidentemente no es y por lo tanto quiere ser distinto de sí mismo, desnaturalizarse, mestizarse."
     La admiración por Magris como  historiador de la cultura no implica  concederle la grandeza del narrador. Sus celebrados relatos breves, como Otro mar (1991) y Conjeturas sobre un sable (1992),  tienen las virtudes de la buena prosa y la arrebatadora devoción clásica junto al temperamento trágico del moderno.  Pero como le ocurre a otros críticos que hacen ficción, faltan en Magris esos  humores malignos de la sangre y del alma que distinguen al letrado talentoso del novelista de genio. Magris escribe argumentos que un Roth o un Svevo habrían desarrollado magistralmente. La nada despreciable grandeza de Magris está en dotar a sus penates bienamados de motivos de escritura que irremediablemente les será imposible realizar. Magris escribe para sus ancestros.
     No aprecio Microcosmos como "ensayo novelado", pues los fragmentos narrativos suelen ser aburridos y propicios al lugar común. A Magris le cuesta pensar fuera de la historia, y cuando se demora meticulosamente en los hombres y las bestias del Piamonte puede enternecer pero no conmover. Todo cambia cuando en este Microcosmos veladamente autobiográfico aparecen los temas capitales de Magris: los hombres desechados por la historia —los estalinistas italianos reprimidos por el mariscal Tito—, la ruptura entre el estilo y el yo —encarnada en Silvio Pellico, el viejo autor de Mis  prisiones— o la extraterritorialidad triestina que tiene en el crítico italiano a su evangelista. Siempre se coloca, como hombre de letras, en la frontera entre la cultura y la política; Magris es un vigía. Por ello, los ecos de las guerras de Croacia y Bosnia hacen de Microcosmos un testimonio  delicado y apremiante de esa barbarie que al transformar en murmullo, Magris torna insoportable.
     Hombre de ciudad y, si me apuran, uno de los escritores más ciudadanos de nuestra época, Magris enmudece frente a la naturaleza y la torna inevitablemente pintoresca. Microcosmos habla de lagunas, colinas y montañas, pero sólo cuando aparece la huella del hombre (y con él, fatalmente, de la historia), sus paisanos y pensionados cifran la condición civilizatoria que el crítico espera de cada hombre. Las páginas, tan divertidas, sobre las palomas que defecan sobre Trieste, resaltan por ser algo más que una intromisión de las aves sobre la polis.
     La claridad estilística de Magris es una forma de rigor moral. Por ello se aleja del novelista (o del cuentista, más  extraño aún a un "narrador" como él), que desea complicar la existencia y no dilatarla a través del Danubio o capturarla en tres o cuatro tópicos regionales. A cambio, la fuerza de las imágenes poéticas en Magris, al producirse, nos devuelven a su estatura de escritor. Queriendo escribir un libro sobre la sutilidad y el anonimato, Magris no resistió la tentación de invocar a Svevo. Ese error retórico salva a Microcosmos de sus limitaciones. El busto de Italo Svevo, en el Jardín Público de Trieste, está acéfalo. No hay mejor definición visual, dice Magris, del novelista de quien el crítico heredó la custodia del paraíso triestino. -



Fernando Romero
(33)3156 6465

Enviado desde mi iPhone

domingo, 4 de marzo de 2012

Recommended Tours | San Francisco | CitySeekr City Guide

segunda entrega de ideas para San Francisco

San Francisco - Recommended Tours

San Francisco is a unique city of steep hills and beautiful architecture, bordered by the Muir Woods, the Bay and the Pacific Ocean. Seeing everything is possible; the city is rather small, but the terrain often poses a challenge. Be sure to have a schedule in mind, and take advantage of the convenient public transportation options.

Union Square

Union Square is a haven for shoppers: look in any direction and you will see upscale department stores. Nearby, visitors can hop onto a cable car on Powell Street, or walk up Stockton Street to the pagoda-style roofs of Chinatown. The St. Mary of the Immaculate Conception Cathedral can be found here. Explore the many shops with their inexpensive wares and souvenirs, then grab a bite at the nearby Imperial Palace.

North Beach

The Saints Peter and Paul Church is North Beach's defining feature, and its lawn is the site of many summertime picnics and pickup football games. City Lights Bookstore, a shrine of the "Beat" culture, can be found nearby. The store features a collection of literature, poetry, and avant-garde theory and criticisms, some of it published under the City Lights label, which you won't find anywhere else. The Tosca Cafe and the Caffe Trieste are former Beat hangouts that offer tasty dining options. Take note of the sign for the Beach Blanket Babylon Boulevard, and if you're in the mood for satirical sketches, stop in for a show.

Coit Tower

The climb to Coit Tower is very steep, be warned. You can stop at the Liguria Bakery for a bite before. At the top of Coit Tower, take in the spectacular panorama from Nob Hill past the Golden Gate, Alcatraz, and the East Bay. Then hop on a bus and visit Fort Mason and Ghirardelli Square.

Fisherman's Wharf

A trip to Fisherman's Wharf on the Embarcadero is on every visitor's to do list. Shop at Pier 39 and be sure to try the fresh seafood at Lou's Pier 47. Ferries embark to Alcatraz Island and Angel Island State Park from the Ferry Building Marketplace. Be sure to check out the culinary shops and restaurants while you wait for your ferry.

Yerba Buena Center

The San Francisco Museum of Modern Art is located in the area south of Market Street. The unique, temporary exhibitions here draw huge crowds. If you are in San Francisco for a convention or other event at the Moscone Center, it's just around the corner. Above the Moscone Center, whose business end is underground, is the successful Yerba Buena Center complex and Yerba Buena Gardens. The Yerba Buena Ice Skating and Bowling Center features a year round, indoor skating rink. It's a handsome and airy facility with a glass wall that faces the skyscrapers Downtown. Across Howard Street, you can see the back end of the imposing Metreon, Sony's four-story, sixteen-screen entertainment megalith.

If you're looking for an affordable way to hit all San Francisco's hotspots, try one of these tour companies.

Walking Tours

Barbary Coast Trail ( +1 415 454 2355/ http://www.barbarycoasttrail.org/ )

Alcatraz Island ( +1 415 705 5555/ http://www.nps.gov/alcatraz/ )

A San Francisco Walkabout with Gary Holloway ( +1 415 357 1848/ http://www.californiahistoricalsociety.org/programs/holloway.html )

City Guides ( +1 415 557 4266/ http://www.sfcityguides.org/ )

Heritage Walks ( +1 415 441 3000/ http://www.sfheritage.org/events+tours.html )

San Francisco Parks Trust Golden Gate Park Tours ( +1 415 750 5105/ http://www.sfpt.org/ )

Flower Power Haight-Ashbury Walking Tour ( +1 415 863 1621/ http://www.hippygourmet.com/)

S.F.African-American Historical and Cultural Society Walking Tour ( +1 415 441 0640 )

Dashiell Hammett Walking Tour ( +1 510 287 9540/ http://www.donherron.com/ )

Ultimate City Tour ( +1 415 777 2288 / +1 888 868 7788/ http://www.supersightseeing.com/ )

Boat Tours

Farallon Islands Nature Cruises ( +1 800 326 7491/ http://www.oceanicsociety.org/whale )

Blue & Gold Fleet ( +1 415 705 8200 / +1 415 705 5555/ http://www.blueandgoldfleet.com/ )

San Francisco Duck Tour ( +1 415 435 3825/ http://www.bayquackers.com/ )

Bus Tours

Mr. Toad's Tours ( +1 877 467 8623/ http://www.mrtoadstours.com/ )

Yosemite with Green Tortoise ( +1 415 956 7500/ http://www.greentortoise.com/yosemite.national.park.html )

Gray Line Tours ( +1 888 428 6937/ http://www.sanfranciscosightseeing.com/ )

Starline Tours ( 1-800-959-3131/ http://www.starlinetours.com/san-francisco-tours.asp )

Bike Tours

Bike & Roll San Francisco ( +1 415 771 8735/  http://www.bicyclerental.com/)

Kayak Tours

California Canoe & Kayak ( +1 510 893 7833/ http://www.calkayak.com/ )

Segway Tours

Segway San Francisco Electric Tour ( +1 415 474 3130 / +1 877 474 3130/ http://www.electrictourcompany.com/ )

Brewery Tours

Anchor Brewing Company ( +1 415 863 8350/ http://www.anchorbrewing.com/ )

Fire Engine Tours

San Francisco Fire Engine Tours & Adventures ( +1 415 333 7077/ http://www.fireenginetours.com/ )

Culinary Tours

Wok Wiz Chinatown Tours and Cooking Company ( +1 650 355 9657/ http://www.wokwiz.com/tours/index.html )

Ghost Tours

The Haunted Haight Walking Tour ( +1 415 863 1416/ http://www.hauntedhaight.com/)

Chinatown Ghost Tours (+1 415 793 1183/ http://www.sfchinatownghosttours.com/)






District Guide | San Francisco | CitySeekr City Guide


Las vacaciones están a la vuelta de la esquina, Semana Santa es una de mis dos temporadas vacacionales que disfruto cada año, la otra son las dos semanas finales del año, pero, esta Semana Santa he decidido ir a San Francisco, California; Los Estados Unidos país vecino lo he visitado en muchas ocasiones, hace varios años, casi diez para se exactos que no he viajado por sus ciudades, repentinamente apareció San Francisco en mis planes e impulsivamente compre mi boleto de avión esta semana,  ahora me encuentro en la investigación de los lugares de interés en la zona de la bahía,  esto es toda una aventura, a pesar de toda la vida ver imágenes en la televisión, en el cine y demás referencias es poco lo que sé sobre el entorno californiano por lo pronto aquí va algo de lo que he encontrado

ya poco a poco iré agregando algunas imágenes para el plan, por lo pronto si alguien tiene ideas y se anima escribirme me ayudaran mucho





San Francisco - District Guide

San Francisco is quite small, yet its hilly terrain and patchwork demographic profile gives it more distinctly defined neighborhoods than a city five times its size. As a result, the sights, sounds and flavors of this community—and even its climate—can change within a single block.

Castro Street & Noe Valley

The center of San Francisco's gay community and a landmark for gay culture everywhere, the Castro is full of bars, dance clubs, restaurants, and one-of-a-kind shops, located in the commercial area around 18th and Castro Street. There's arguably more street life in the Castro than anywhere else in the city, especially on weekends. The gleaming neon sign of the Castro Theater greets visitors as they make their way down the street, with its Spanish colonial architecture and various blockbuster and independent film screenings. The Sisters of Perpetual Indulgence sometimes make an appearance at special events (they're really men in nun drag) such as the Castro Street Fair, and take it from us—this is the place to be on Halloween. Trek up Castro to Liberty Street to see exceptional Victorian homes. Over the hill lies Noe Valley and its main shopping strip, 24th Street. Cute and relatively quiet, Noe Valley has enough great restaurants and gourmet food shops to make it sophisticated, but not enough many chromed-up bars and Italian clothing boutiques to make it stuffy.

Chinatown

The greatest single concentration of Chinese people outside of Asia—a population of roughly 80,000—live in the approximately 24 square blocks of Chinatown, making it the most densely populated area of San Francisco. As you walk around, you'll be richly rewarded by the sights, sounds, smells and tastes of this vibrant community. Grant Avenue is the decorative showpiece of Chinatown, each year hosting the Autumn Moon Festival Street Fair and the ever popular Chinese New Year Festival & Parade. The neighborhood is also known for its excellent Chinese dishes from freshly-prepared poultry and seafood, to the staple, Dim Sum.

Civic Center & Hayes Valley

Stately Beaux Arts buildings like the War Memorial Opera House and the domed, renovated City Hall are situated near the modern Louise M. Davies Symphony Hall and the Public Library's graceful Main Branch. The Asian Art Museum is also in the area, housed in the former Main Library building. Nearby Hayes Valley offers fine dining and apres-symphony toddies for concert-goers, as well as tastefully creative stores for clothing and gifts.

Cow Hollow & Union Street

The grand, imposing homes of Cow Hollow (so named for its original bovine residents) are nestled against the Presidio where Pacific Heights dives to the Marina. Spectacular views are the norm. Straight, single yuppies pack the Balboa Cafe, Sushi Chardonnay, and other bars and restaurants on Fillmore and Union Streets. Clothes hounds can easily fritter the day away in Union Street's many upscale and tasteful boutiques.

Downtown & Union Square

Union Square is the heart of San Francisco's bustling and stylish downtown shopping district. Posh department stores such as Neiman Marcus and Macy's ring the one-block square park. Hundreds of other exclusive stores, boutiques and shopping centers, such as the Westfield San Francisco Shopping Centre, lie within a three-block radius of the square. If you've shopped till you've dropped, pick yourself up at an outdoor cafe in tiny Maiden Lane, and restore the soul at one of the many art galleries on Sutter and Geary Streets. This is also the home of San Francisco's modest Theater District.

Financial District & The Embarcadero

"The Wall Street of the West": Bank of America, Charles Schwab, and the Transamerica Corporation (in its landmark, 48-floor Pyramid) are among the many banks and corporations headquartered here. The Embarcadero Center features dining, shopping, a fine art cinema, and a health club, while Justin Herman Plaza is the site of many New Year's Eve bashes. The Embarcadero itself fronts the Bay for miles on either side of the imposing Ferry Building Marketplace, modeled on the cathedral tower in Seville, Spain.

Fisherman's Wharf, Ghirardelli Square & Aquatic Park

This area was once the thriving center of San Francisco's fishing industry. Many fishing boats still dock at the Wharf, but Fisherman's Wharf today is more of an extended tourist trap. Pier 39 is a great place to catch a view of the bay thanks to the delightful colony of sea lions. Aquatic Park features a beach, of sorts, and a long pier spiraling out into the Bay. Old sea-dogs will enjoy adjacent Hyde Street Pier, where several historic ships are docked, along with the Maritime Museum. Ghirardelli Square, a chocolate factory turned shopping and restaurant complex, features some of the city's better dining and views. This area is nice for an evening stroll.

Golden Gate Park

With 1000 acres of gardens, meadows, lakes, golf, archery, and internationally recognized art and science museums, Golden Gate Park offers endless recreational possibilities for visitors and locals. The DeYoung Museum and the Japanese Tea Garden are some of the main attractions of the famous park, drawing millions of visitors each year. At the western edge of the park, Ocean Beach, although unappealing for swimming, attracts hard-core surfers with its rough, frigid and unpredictable waves.

Lower Haight

At once, the area around Haight and Fillmore feels more bohemian and less unsavory than the Haight Ashbury to the west. The streets are usually packed with college-age inhabitants who tote guitars and well-worn paperbacks. Ethnic restaurants like Persian Aub Zam Zam, unpretentious cafes, and independent bookstores are mushrooming in this neighborhood. The street life is lively on nights and weekends at popular haunts like Nickie's and Toronado.

Nob Hill & Russian Hill

On impossibly steep Nob Hill, California's early industrialists built fabulous mansions that looked down upon the rest of San Francisco. While only the imposing Flood Mansion remains—now the Pacific Union Club—the area's five-star hotels bear the names of other Nob Hill denizens: the Mark Hopkins, the Renaissance Stanford Court Hotel, and the Huntington. Facing Huntington Park is Grace Cathedral, a 3/4 replica of the Notre-Dame Cathedral in Paris. Adjoining Nob Hill is Russian Hill, where San Francisco's old money has a great view of the Bay. The "Crookedest Street in the World" resides here and snakes down Russian Hill for the 1000 block of Lombard Street. The traffic is generally impossible—walk it!

North Beach & Telegraph Hill

Originally settled by Italians, North Beach became a magnet for Beat Generation writers and poets in the 1950s. City Lights Bookstore and the cafes and shops on upper Grant Avenue still exude Beatnik funk. A new wave of entrepreneurial Italians has brought a sense of Roman style to exciting new restaurants along Columbus Avenue. On Broadway, barkers still pull tourists and sailors into charmingly seedy strip joints. Clapboard sea captains' cottages and mossy flower gardens seem to dangle in space from the cliffs of Telegraph Hill. Coit Tower, at 210 feet, commands a stunning panorama from the hilltop. The boardwalk Filbert Steps leads from the Tower down through the Grace Marchand Gardens to Levi's Plaza Park at the base of the hill.

Fillmore Street & Japantown

Fillmore Street, Pacific Heights' commercial spur, features noteworthy restaurants, epicurean food, and antique shops, all attended by a lively trade from young professionals. Fillmore and Geary has become a popular nightlife destination, thanks to John Lee Hooker's Boom Boom Room and the Fillmore Auditorium. Be advised that the neighborhood gets a bit sketchy to the south and west of Geary and Fillmore. The Kabuki Cinema and neighboring Kabuki Springs & Spa are part of the Japan Center, the commercial heart of Japantown. A sort of miniature Ginza, the Japan Center features a 100-foot pagoda, bonsai gardens, sushi bars and other businesses. Each spring it holds the Northern California Cherry Blossom Festival.

Pacific Heights & Presidio Heights

Stately homes and high-rent apartment buildings line the ridge high above Cow Hollow in old-money Pacific Heights. Genteel, renovated Victorians ring the peaceful Alta Plaza Park. Washington Street between Presidio and Arguello features exceptionally palatial residences. Those fortunate enough to live here shop for antiques and dine in quiet refinement on a few understated blocks of nearby Sacramento Street. San Francisco's largest synagogue, Temple Emanu-el, can be found on Arguello Street.

SoMa

Once an unglamorous stretch of warehouses with a seedy undercurrent, an exciting modern San Francisco has emerged in the area South of Market Street—SoMa. Conventions, art, and entertainment possibilities abound in the Moscone/YerbaBuena Center area. Locals can be seen at leisure at the South Park Cafe, Brain Wash (a cafe/performance space/laundromat), or other fashion-forward restaurants and watering holes.

South Beach/China Basin

One of the city's most popular residential areas for young professionals, South Beach arose from a virtual wasteland at the southern end of the Embarcadero and the western edge of SoMa. Apartment complexes and boat marinas squeeze together between the foot of the Oakland Bay Bridge and the San Francisco Giants' waterfront baseball stadium, AT&T Park. Warehouses and factories have either been converted into stylish lofts or are being razed in a swath of development extending down Third Street to the Mission Bay development.

Haight-Ashbury & the Panhandle

This small, but densely concentrated cradle of the hippie movement has tried to retain much of its flower-power, peace and love appeal. While real Summer-of-Love generation hippies may be hard to find, young people, dreadlocked, skinheaded, or skateboard-crazy have continued to come to the Haight to break boundaries. The colorful bars and restaurants of upper Haight Street, however, are always packed with professional twenty-somethings. The annual Haight-Ashbury Street Fair is quite a scene. Architecture buffs will want to take a look at the regal Victorians on the Panhandle—the grassy, tree-lined strip extends east from Golden Gate Park along Fell and Oak Streets.

The Marina District

Tanned, fit and energetic twenty-somethings run and rollerblade along the Marina Green, a vast expanse of grass fronting the Bay between two yacht harbors. Mountain bikers crowd cafes, restaurants, and brunch hangouts along busy Chestnut Street after Sunday morning rides to Mount Tamalpais. The graceful Palace of Fine Arts houses the Exploratorium, the one-of-a-kind, hands-on science museum—a must-see for those with kids. At the southern end of the Marina Green is Fort Mason Center, a waterside arts and cultural center.

The Mission District

The nexus of Hispanic culture, and a mecca for edgy bohemians, the Mission now houses increasing numbers of young professionals and their sport utility vehicles. Mexican and Central American businesses line teeming Mission Street. Visit popular La Taqueria, and be assured that the wait is worth it. Along the Valencia Corridor, one block to the west, bars, cafes, and restaurants of every description, notably Casanova Lounge, lead to the buzzing 16th and Valencia hub. Paxton Gate stands as one of the most unique among the array of shops in this stretch. The neighborhood draws its name from nearby Mission Dolores, founded in 1776. The dolled-up, postcard-perfect Victorians on Dolores Street are worth a look—in the daytime—from adjacent Dolores Park.

The Presidio

14,000 acres of forests and beaches, 75 miles of bicycle-friendly roads, a golf course, and scenic grandeur without end make this the jewel of the Fort Miley Golden Gate National Recreation Area. The Presidio was a military base from 1776 to 1994; antebellum Fort Point, under the Golden Gate Bridge, is a favorite for cannon enthusiasts, as well as for surfers, sailboarders, and Hitchcock aficionados (it's the site of Kim Novak's attempted suicide in Vertigo).

The Richmond District

Fog-bound and quiet residential streets stretch to the Cliff House and Sutro Baths at the ocean, with the occasional Irish pub along the way. Some of the city's best Chinese restaurants are to be found in "Little Chinatown" on Clement Street, and Cyrillic lettering fills store windows around the imposing, gold-domed Holy Virgin Russian Orthodox Cathedral on outer Geary Boulevard. Exclusive Seacliff, home to Robin Williams and other celebrities, is next to Lincoln Park, site of the California Palace of the Legion of Honor and a spectacular golf course.

The Sunset

A quiet and intensely foggy residential district, the principal attractions to the Outer Sunset are the San Francisco Zoo and the natural amphitheater at Stern Grove, where free concerts are held on summer Sundays. As well as being home to the Strybing Arboretum & Botanical Gardens, the Inner Sunset features a lively stretch of shops on Irving Street, near 9th Avenue where students from nearby UCSF Medical School crowd ethnic restaurants of every stripe, from Ethiopian to Thai.



Fernando Romero Saldaña
cubrebocas@gmail.com